En octubre de 2012, cuando mi abuelo ingresó en el hospital, mi abuela llevaba más de seis años luchando contra el Alzheimer. Al principio de la enfermedad fue perdiendo lentamente la memoria. Cuando mi abuelo enfermó, el proceso ya era irreversible; ella no recordaba prácticamente nada. Fue olvidando sus costumbres más profundas: su perfume, sus prendas favoritas, incluso ponerse esas perlas que usó cada día durante años. Olvidó a los miembros de su familia, a sus hijos. Olvidó lentamente todo lo que un día fue importante para ella. Salvo a él.
El Alzheimer: maldita enfermedad, bendito regalo
Mis abuelos llevaban más de 70 años casados y nunca habían estado lejos el uno del otro hasta ese otoño. Aunque ella no era consciente realmente de lo que estaba pasando, notó su ausencia en casa desde el primer instante. No hacía más que preguntar por él; cada rato me decía: ¿dónde está?, ¿cuándo viene? Y yo siempre le respondía: “ha ido a por agua, ahora viene”. Y ella se quedaba tranquila -al menos por unos instantes-, al saber que él volvería a ella en un ratito, después de coger agua de la fuente, como llevaba haciendo toda la vida. Pero él nunca llegaba.
Tras una semana ingresado, decidí llevarla a verlo al hospital. Ese día la recogí del centro de día la Lluna y durante el camino, le conté la historia del príncipe y la princesa. A día de hoy no la he olvidado. Dice así:
“Había una vez una princesa amorosa y bella que tuvo que separarse unos días de su príncipe. Ella siempre lo recordaba y él también pensaba en ella, desde la torre del castillo donde estaba preso. Por fin, llegó el día en que podrían encontrarse de nuevo: la princesa había ido en su busca por su propio pie y, tras recorrer un tortuoso camino, consiguió alcanzar la alta torre para rescatarlo”.
Llegamos al hospital y le dije: “yayi, estamos entrando en el castillo, vamos a subir al torreón donde se encuentra el príncipe”. Ella, con ojos como platos, estaba contenta y sonriente, esperando el desenlace de la historia mientras apretaba el número 7 del ascensor. Pero no le dije nada más, solo la miré con dulzura. Y al entrar en la habitación, allí estaba él. La miró con ojos vidriosos y sonrió. Ella hizo lo mismo, no sin antes decirme: “Ah, Raquel, este era mi príncipe”. Y los tres lloramos de emoción. Ese fue el día que los vi besarse por primera vez; tenían noventa años.
